La Xunta de Galicia ha convocado un congreso que titula Intelixencia artificial e educación, que se celebrará el 16 de marzo en Santiago de Compostela, dirigido al profesorado de todas las etapas educativas. Su objetivo, entre otros, es ofrecer herramientas para el aprovechamiento en la labor docente, basadas en este nuevo paradigma de la revolución digital.
El planteamiento de fondo, sin embargo, no es tan novedoso: ya lo experimentamos en las primeras etapas de eclosión de las aplicaciones informáticas dirigidas a los entornos escolares, hace más de dos décadas. En aquella época, los promotores de los productos digitales nos deslumbraban con la posibilidad de personalizar la enseñanza en las aulas a base de independizar al alumnado del profesor, trabajando en un ordenador individual, al tiempo que este se conectaba virtualmente con todos y cada uno de los y las estudiantes a través de su pantalla. Era una perspectiva fascinante y prometedora, vendida como quintaesencia de eficiencia docente, personalización de contenidos y autoaprendizaje divertido. Maestras y maestros de aquella época nos imaginábamos a nosotros mismos controlando la evolución de las niñas y niños a través de nuestro PC, sin apenas necesidad de intercambiar palabra con ellos. Prometía ser una práctica cómoda, eficaz y objetiva. Impecable.
El globo se pinchó casi antes de echar a volar. El modelo promocionado, que se parecía más al laboratorio de idiomas ochentero que a una comunidad viva de aprendizaje, ignoraba un ingrediente incuestionable e imprescindible: el papel de la figura real del docente en su relación tangible, perceptiva y empática con el alumnado. Entre enseñar a una Mónica de carne, hueso y gafas, o gestionar los progresos de su icono o avatar en un laptop, hay un abismo que separa lo fecundo de lo inconsistente, lo nutritivo de lo indigesto, como una sinfonía en RE menor de una traca de petardos. Quizá el mismo abismo (la verdadera “brecha digital”) adonde arrojamos a nuestros niños y adolescentes valiéndonos de tablets o smartphones, por no se qué razones sin fundamento pedagógico. Sustituyendo la inteligencia natural por la Inteligencia Artificial (IA), además de ahorrar esfuerzo, razonamiento, memoria, habilidades comunicativas o motoras, etc. al alumnado, la tecnología digital nos propone también que la maestra deje de tomarse la molestia de serlo. Eso sí, permitiendo que elija cómo hacerlo.
La ministra de Educación, Pilar Alegría, reconocía en el inicio del curso escolar 21/22 que la semipresencialidad no tuvo los resultados positivos esperados durante el período de pandemia de COVID-19, en el que se puso a prueba el modelo virtual de enseñanza-aprendizaje a través de pantallas. Maestros y maestras que vivimos aquella experiencia, y que realizamos una ulterior reflexión sobre los resultados, podemos certificar dicha conclusión. La presencia atenta, la acción real del docente y la interacción con la realidad no tienen sustitutos, aunque el avatar de turno en la pantalla sea guapo, alto y rubio.
La industria digital, cada día más omnipresente y poderosa, explota sus posibilidades de negocio en el ámbito educativo siempre que diseña una nueva aplicación (es decir, cada dos por tres). Ahora le toca a la Inteligencia Artificial. Su propuesta no ofrece nada nuevo en esencia: se trata, una vez más, de sustituir funciones que antes realizaba el docente y que ahora ejecutará un programa. Planificar las clases, elegir tutoriales, diseñar itinerarios de aprendizaje, fabricar exámenes o incluso atender a las familias con un asistente virtual…, son funciones que prometen, una vez más, comodidad, personalización y eficacia, sin mayores reflexiones inoportunas sobre su efecto en los aprendizajes básicos. Estorba considerar el insostenible impacto ambiental de las dotaciones escolares digitales (290.000 toneladas de emisiones de efecto invernadero solo en tabletas, del plan gubernamental Educa en Digital). Y estorba considerar las medidas de precaución en la exposición de niñas y niños a las redes WIFI escolares, como aconsejan organismos internacionales (internet solo por cable, alejar emisores de la presencia infantil…). La IA se abre paso a codazos, caiga quien caiga. Eso sí, advirtiendo de sus riesgos. Que los perjuicios del tabaco no nos impidan repartir cigarrillos a los niños responsablemente.
Quien se deslumbre con este nuevo asalto constatará, a no mucho tardar y si no reaccionamos como sociedad, que el deterioro de la infancia y la adolescencia seguirá su curso y se amplificará. Se percatará del grado de dependencia digital que, de manera absurda e inmotivada, hemos tolerado adoptar en nuestras aulas. Ojalá cada vez más profesionales de la educación se hagan conscientes de que aquello que más necesita un niño o un joven es realidad: roce, palabras, escucha, espacio y sosiego para pensar, suciedad en las manos y habilidad para hacer y esconder una chuleta. Que se alimente del mundo real y pertreche bien su caja de herramientas cognitivas, físicas y emocionales para la vida, tarea ineludible e inaplazable si queremos alumbrar adultos sanos, empáticos, inteligentes y competentes. Nada más diferente de la papilla en lata de conserva, con etiqueta de Inteligencia Artificial, que se irá repartiendo gratuitamente en Congresos, promociones, formaciones y medios de difusión bien financiados. Una papilla con innumerables efectos secundarios y sabor a gominola.
Javier Zarzuela Aragón
Maestro
Divulgador de la campaña Escuela Saludable de Ecologistas en Acción
Autor de Stop TIC Infancia – Por qué desdigitalizar la escuela (Ed. Círculo Rojo)
Ver también la nota de prensa de Ecoloxistas en Acción: